miércoles, 10 de marzo de 2010

Hay campos y campos

Este artículo no es mío propio, sólo faltaría es de nuestro redactor incógnito, "Réquiem per Ribes Altes", disfrutadlo.

Había un lugar en el pueblo, en las afueras, en el que, en mis aventuras infantiles, creía mi reyalmo. Había que llegar en bicicleta, pero era un sitio que únicamente yo conocía, al que únicamente yo podía entrar. El campo de fútbol abandonado. Unas porterías semitapadas por la mala hierba. Una higuera se alza majestuosa en el medio del campo. Los vestigios de las graderías se alzan calladas en un lateral. El techo hace mucho que se desprendió y su metal fue robado. La imagen parece haber sido tomada en blanco y negro, de ser una fotografía encastada en un antiguo libro de páginas amarillentas y llenas de polvo. Un ambiente mágico, lleno de luz transparente en las frías mañanas de invierno, parecía flotar en el ambiente.

Debajo de la gradería, los vestuarios permanecen extrañamente enteros. No quedan banquillos, por supuesto, o cualquier otro elemento que pudiese ser objeto de pillaje. Algo de runa se amontona en montículos paradójicamente perfectos y de apariencia cuidada. No hay basura, pero si mucha suciedad. Allí me pasaba, imaginando ser mi castillo, largas horas de mi soledad infantil.

En un exceso de melancolía, el otro día decidí volver a visitar ese campo de fútbol abandonado y que hacía quizás veinte años que no visitaba. En vez de la bicicleta, fui allí con mi coche. El pueblo no había crecido en esa dirección, por lo que reconocí el camino sin dificultad. A parte, recuerdo perfectamente el camino. Las vías del tren, el antiguo taller del tío Aniceto, las higueras de la tía Asunción más allá, la que daban los higos más dulces. Luego el pequeño camino entre olivos asilvestrados a la derecha. Lo que en bicicleta me parecía una larga travesía de horas, lo había recorrido en mi coche en menos de cinco minutos.

Lo aparqué ahí. Soy lo suficientemente simbólico, le doy suficiente valor al pasado, para saber que esos últimos pasos los debía hacer a pie. Crucé los olivos y pasé la higuera. Donde en mis recuerdos debía aparecer el campo de fútbol abandonado de mis aventuras infantiles, se alzaba ahora, imponente y majestuosa, una urbanización brillante y prefabricada.

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