sábado, 13 de noviembre de 2010

Un adiós eterno.


En las descoloridas páginas de un extraño manuscrito que fue depositado en el monasterio de Samos por un comerciante judío a principios del siglo X, pude leer una leyenda única, un preludio de novela, un texto musical y atrayente. A pesar de su antigüedad, semejaba un canto vivo como la tinta aún brillante que adornaba los bordes de las páginas en forma de garabatos. Me llamó la atención la sencillez, no exenta de elementos complejos, de los grabados del manuscrito, quizá formasen un arte imposible de encontrar en cualquier otra escena plástica medieval. Esta pequeña joya, en forma de letras, estaba escrita en latín, probablemente el comerciante judío lo adquirió en algún otro lugar de la cristiandad. Mis conocimientos de latín son bastante limitados, de modo que con la ayuda del organista de la catedral de Samos, conseguí entender algunos pasajes, dando forma a esta peculiar leyenda no exenta de imaginación:

En los tiempos antediluvianos existía una región en el corazón de Grecia cubierta por la despiadada geometría de rocas puntiagudas, bañada por los inhóspitos rayos del sol y temida por ser el lugar de escondite de cuantos maleantes escapaban de la justicia. En medio de esta yerma existía un pequeño poblado, cuyos moradores eran reconocidos por su habilidad para la agricultura y el comercio. Habían desarrollado toda una red de acequias subterráneas para regar sus campos y desde hacía mucho utilizaban la moneda como medio de pago en sus transacciones.
Para evitar el pillaje de los bandoleros los hombres del lugar solían guardar sus campos en las frías noches del invierno. Y fue en una de aquellas noches cuando el vigía que a la sazón hacía turno escuchó el lejano sonido del llanto de un bebe. Al principio pensó que los íncubos de la noche querían engañarle jugando con el misterio de la escena misma, sin embargo, al poco tiempo tropezó con un bulto blanco que se mecía tibiamente en la tierra todavía caliente por el sol de la tarde. No dudó en tomar al niño entre sus brazos, y esa misma noche, lo presentó ante el anciano del lugar:

-Venerable anciano- dijo el campesino- Fijaos en este paño blanco que he encontrado en la tierra oscura, su interior cobija la mirada más cálida que jamás se haya visto en nuestras pobres tierras.
-Estás en lo cierto –respondió el anciano- su mirada es pura como la de
un Dios. No parece engendrado en nuestra modesta aldea, aun así debemos encontrar un lugar donde alojarlo.
- Anciano, como sabéis, mi mujer y yo perdimos a nuestro único hijo nada más nacer y si es de vuestro agrado nos complacería cuidarlo y educarlo como su fuera aquel hijo perdido.
-Sea pues lo que dices- concluyó el anciano.

Como era costumbre por aquel entonces en Grecia y en todos los países del Asia Menor, los recién nacidos debían contar con el agrado de los astrólogos, puesto que el futuro del poblado dependía del buen destino de sus ciudadanos. Tal era el conocimiento de los sabios que fueron capaces de establecer el día exacto del nacimiento del niño, llegando a la conclusión de que nació bajo la constelación de Lira y por ello fue nombrado Orfeo, Orfeo de Lira.

A pesar de contar con unos meses de vida, el niño era adorado por todos. Ora miraba a las tiernas madres con sus ojos de miel, ora proyectaba la bendición de su sonrisa sobre los ancianos, ora jugueteaba con los demás niños quienes le envolvían en un corro de risas y cantos. Pronto entendieron los astrólogos que aquel niño era un regalo de los dioses quienes admirados con la fuerza de esta pequeña aldea para soportar los males de la tierra, quisieron hacer justicia en la forma de un niño bendecido. Sucedió, además, que al cumplir el joven Orfeo un año de vida, nació en la aldea una niña de hermosos ojos verdes bajo la constelación de Andrómeda, de la cual tomó su nombre.

Desde el inicio los dos infantes se amaron, al principio como si fueran hermanos, más tarde como amantes. Cuenta el relato que al llegar la edad púber, la gracia y belleza de la pareja era tal que los viajantes nómadas no dudaban en hacer una parada en la aldea para conocer semejante prodigio de nobleza allá donde el paisaje era más inhóspito y raro.

Hace mucho tiempo, en las fechas en las que transcurrieron los hechos, los dioses solían descender a la tierra desde su morada en el Olimpo, y solían caminar por ella como un humano más. Así fue como la diosa del amor, Afrodita llegó a la aldea una tarde de verano, oculta bajo la aparienciade una rica princesa, y acercándose al muchacho le habló con estas palabras:

-¿Orfeo te llamas bello muchacho?- quiso saber la diosa.
-Así es señora- respondió el muchacho con una timidez provocada por la ostentosidad de la diosa.
- Ven conmigo y tendrás mi amor.
- Eso no lo haré señora.

Estas palabras tenues pero firmes hirieron el corazón de Afrodita enamorada de la mirada aterciopelada del muchacho.

Llegados a este punto, el libro reflexiona sobre la naturaleza del tiempo. Cuenta que los dioses son inmortales y que para ellos no existe el tiempo, para que lo necesitan si tienen el don de la infinita paciencia. Hace saber, además, que los seres humanos podemos llegar a ser inmortales, si eliminamos el tiempo, si dejamos que esta ilusión se esfume de nuestro corazón. Somos inmortales en la medida en que nos olvidamos del tiempo en la medida en que somos infinitamente pacientes.

Y es por su inmortalidad, por lo que Afrodita esperó años hasta volver al lugar donde se hallaba el muchacho, esta vez bajo la apariencia de una joven extraviada:

-Hermoso campesino- dijo la diosa- me hayo perdida en estas tierras extranjeras. Dadme un techo para pasar la noche y a fe mía que os lo compensare.
-Venid conmigo, esta noche reposaréis en mi morada- Respondió Orfeo.

La casa de Orfeo tan sólo contaba con una habitación y un modesto lecho que cedió a la diosa. Aquella fue una noche hechizante... Las llamas del hogar jugaban con los objetos de la sala en un matiz claro-oscuro insinuante y misterioso, tanto como lo era el aspecto de aquella joven. La atmósfera del lugar comenzó a colorearse con las notas del canto de la diosa y no hay voz más cautivadora que la de la diosa del amor. Orfeo extasiado, amó el sonido celestial del cantar de Afrodita. Y las horas pasaron… hasta que el carruaje de Apolo volvió a iluminar las tierras aun dormidas:

-Orfeo, Orfeo. Ven conmigo y podrás saciar tus oídos con mi voz.
- No señora, eso no sucederá.

Y como si de un encantamiento se tratara la atmósfera sensual que los envolvió se desvaneció. Pero esa noche el alma del joven cambió. La música de la diosa se habia posado en lo más profundo de su corazón, revelándole sentimientos que nunca antes había experimentado: vértigo, asombro, miedo, compasión, dulzura… fuerzas que nublaban su razón con el recuerdo aún latente de las melodías divinas.

Ahora el relato pasa a contar como el joven abandonó la aldea y como vivió innumerables aventuras, en tierra y mar, en oriente y occidente, en las frías tierras del norte y en los cálidos desiertos del sur. Quizá pasaron años, décadas incluso, pero ¿acaso importa el fluir del tiempo en una época en la que la vida se contaba por los actos y no por el momento?

Existía una región donde las ciudades eran regidas por los designios de las constelaciones, ciudades en donde los gobernantes hacían honor a la palabra justicia y los humanos colaboraban estrechamente con los dioses en busca de un mundo mejor. Esta tierra era conocida bajo el nombre de Sumer y de ella surgiría el caudaloso imperio babilónico. Los sacerdotes sumerios adoradores del dios An, eran conocidos por sus dotes musicales. La mayoría tocaba la lira con tal destreza que las vibraciones tenían la virtud de llegar a lo más profundo del oyente y así llegaron al alma de Orfeo donde en la más callada resonancia hicieron resurgir las notas que en el pasado grabara Afrodita. Tan maravillado quedó de aquella amalgama de sonidos que tomó los hábitos de monje y aprendió a tocar la lira.

El destino. Cuántas letras se podrían escribir sobre él. Unas veces despiadado otras amable, pero siempre tejiendo la senda por donde nuestros pies caminan. Nadie supo ni siquiera su nombre, pero Orfeo blandía la lira con una maestría insuperable. Gobernantes, sumos sacerdotes, profetas, astrólogos, incluso animales del bosque llegaban a la región de Sumer para escuchar sus melodías. Melodías tristes inspiradas por el recuerdo de su amada Andrómeda a quien abandonó por conquistar un sueño que ahora había convertido en realidad. Como dolían los recuerdos, similares a dagas punzantes que vertían su fiereza sobre el espíritu. Por ello decidió volver…

Que fantásticas aventuras nos hace saber el relato original. Náyades, barcos a la deriva dirigidos por gigantes, sirenas, guerreros de piel oscura, islas con lagos de oro… Todo se entreteje dando lugar a un extenso capítulo mitológico. Espero me perdonen si no recojo las anécdotas, tan prodigiosas y únicas como quizá no se conozcan, pero baste con decir que aquel Orfeo pasó por similares aventuras que Ulises de Ítaca, aunque si bien el príncipe griego vencía por su ingenio, el músico triunfaba merced a la belleza de su canto.

Tras una larga travesía, Orfeo encalló en las costas de Grecia. Aquel muchacho que hace mucho tiempo partió indefenso; volvía dirigiendo un navío tan extenso que hubieron de desembarcar ayudados por los pequeños botes que llegaban desde la costa. Tamañas fueron la sorpresa y admiración que ocasionaron que la reina los recibió esa misma noche en su palacio y como no podía ser de otro modo Orfeo tocó y tocó hasta bien entrada la noche. Fue aquel un canto alegre motivado por su vuelta a casa, en el que la inspiración casi divina se manifestó en forma de notas musicales tan perfectas como bellas. Cuando su “awen” dejó de tocar, llegó hasta él la reina ataviada con un vestido de oro, hermosa y luciente como los diamantes que flotaban en su cabello rubio:

-Bello es quien crea belleza. ¿Quien sois extranjero?- dijo la reina.
-Me llamo Orfeo, reina venerable, y he vuelto al lugar que me vio partir para quedarme junto a mi amada Andrómeda.
-¿Como? ¿Sois Orfeo?¿Aquel por el que la inocente Andrómeda dio su vida?.

Quedó turbado el músico ante semejante noticia. La esperanza y la vida son como dos mitades complementarias que danzan mientras suena el latido de los corazones. El corazón de Andrómeda se paró porque perdió toda esperanza en el retorno de Orfeo.

El libro nos relata como aquella reina era de nuevo la diosa Afrodita y como esta vez logró casarse con el marinero de la lira quien volvió, como antaño, a teñir melodías de semejante tristeza que hacían lloran a los animales y hasta las nubes precipitaban sus gotas rítmicamente al son de su canto.


Y llegó la primavera, época de florecimiento y regeneración. La naturaleza comenzaba a despertarse tras el letargo del invierno. El rielar de la luna en las aguas de la orilla, la brisa fresca repleta de mil perfumes alados, otorgaban a aquella noche del abril una atmósfera bruja… Orfeo se encontraba inquieto como si se hallase en la antesala de una salón de baile donde se fraguaría su destino hasta el final de los tiempos. Cabizbajo, doliente, apesadumbrado, tomó el camino hacia el viejo acantilado, allí había disfrutado de su querida Andrómeda cuando las necesidades los traían a la costa. Cuan felices y sencillos eran aquellos tiempos… Un paso, otro paso hacia el acantilado, a un lado la muerte oscura y grave al otro la vida cruel y fugaz, arriba una estrella de tintineo dorado que empezó a hacerse más y más grande a medida que se acercaba al músico. Quedó sorprendido ante tal fenómeno y pensó que se trataba de la reina quien enviaba una guardiana para su cuidado. Sin embargo cuanto más se acercaba más se parecía a la dulce Andrómeda. Orfeo calló de rodillas y se dirigió a la luz con palabras entrecortadas.

-¿Eres tu Andrómeda?
-Orfeo, por fin te encuentro… Cuantas noches he esperado tu llegada. Cuántas noches he contado las estrellas del firmamento, cuántas noches he anhelado este momento- dijo Andrómeda bajo su apariencia espectral.
-Andrómeda, perdóname por haber salido de nuestro nido de amor aquel día fatídico que no he dejado de maldecir a cada hora, a cada minuto. Tan sólo deseo volver a tus brazos y si por ello tengo que vender mi alma a los infiernos de Hades con gusto lo haré.

Andrómeda esbozó una leve sonrisa de compasión y bondad.

Sé que ese es tu deseo y he venido a complacerlo. Ven abrázame y que la eternidad nos mantenga siempre unidos.

A la mañana siguiente fue hallado el cuerpo de Orfeo sin vida en el fondo del acantilado donde el hombre del faro le había visto hablar con una hermosa estrella luciente y viva de la constelación de Andrómeda.

Cuenta además el libro que todos los años al llegar la primavera se pueden observar en el horizonte dos estrellas unidas conocidas como “los enamorados”, y sólo puede verse el prodigio durante una única noche. Mucho tiempo ha pasado desde que Orfeo buscara a su amada en los riscos de la muerte, varios diluvios anegaros la Tierra, pero este prodigio puede verse año tras año en las costas de un remoto pueblo costero de Grecia. Su destino era estar unidos por siempre, vivos en la eternidad y es que el amor verdadero pervive en el tiempo y en el espacio, es capaz de vencer diluvios y volver año tras año a bendecir el mundo con la pureza de su luz.