lunes, 4 de octubre de 2010

Teoría del Prefracaso, I

Este artículo nos lo manda, para que lo publiquemos un compañero, que firma con el pseudónimo indicado al final de la primera parte del texto.

No soy capaz de recordar donde leí que uno es la suma de la herencia genética y de sus experiencias vitales. Siempre me ha parecido una buena definición de la personalidad de uno. Por una parte un factor biológico filtrado por una infinitud de generaciones de selección natural; por otra un cúmulo de vivencias de variabilidad inabarcable donde se podría englobar la educación, el influjo de la sociedad y los palos que la vida ha dado, característico únicamente de la generación viva. Una porción dada por la naturaleza, otra porción dada por el contexto histórico-cultural. Sobre la primera es difícil influir mientras la ingeniería genética se encuentre en estado embrionario; pero sobre la segunda no es necesario ser demasiado perspicaz para cerciorarse de la importancia capital que tiene la cultura de masas a la hora de moldearla.

El relevo generacional, constante universal y pilar sobre el que se sustenta la renovación ideosincrática de toda cultura, se muestra incuestionablemente cuando la gente mayor se horroriza ante la carencia casi absoluta de valores morales en el comportamiento de muchos –para no abrumar con las palabras “de la mayoría de”- jóvenes. Aquello no sucedía en su época, comentan resignados mientras se preguntan qué ha pasado. Porque el sistema educativo ha mejorado, ya no se amenaza con la regla en mano. Porque los padres pueden cuidar mejor de sus hijos al haberse reducido la precariedad. Qué ha pasado. Creo que aquí es donde deberíamos reflexionar sobre los valores que la cultura de masas transmite a las nuevas generaciones más que sobre los patrones de conducta y los mecanismos inhibidores de agresividad que han sido heredados vía DNA desde la época de nuestros ancestros los cavernícolas.

Vivimos sumidos en el sistema económico capitalista, no es trivial recordarlo, en la cultura de la ley del mercado de la oferta y la demanda, guiados por la sagrada providencia del máximo beneficio y por las beáticas enseñanzas de la libre competencia. El sueño americano en su exponente máximo: o se triunfa o se muere. Las películas y series norteamericanas que bombardean nuestras pantallas son profetas sublimes de la filosofía capitalista. El protagonista, triunfador por derecho de guión, descubre, primer mandamiento, que la felicidad radica en un hedonismo fácil, de usar y tirar, de rápida adquisición si se tiene dinero o si se es un triunfador. Y también descubre, segundo mandamiento, que el mundo se divide en dos clases de personas: los triunfadores como él y los fracasados. La generación joven -que aún se encontraba en pleno estado de gestación mientras duraba el bombardeo publicitario televisado- ha aceptado sin rechistar ese maniqueo esquema cosmográfico y hará lo posible para no verse en el denigrado saco de los fracasados. La ley del mercado del “laissez-faire”, del todo vale, ha florecido también en la sociedad. La escala de valores de esta generación que pronto sustituirá a la gobernante por legítimo derecho temporal está empezando a esclarecerse.

Nicolás Grandía Evaristo

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