jueves, 22 de abril de 2010

El anciano y la rosa

Las calles de Toledo eran, por aquel entonces, oscuras, estrechas y misteriosas, engalanadas con ese romanticismo medieval cautivador. El margen del río Tajo era testigo intemporal de las ruinas de un antiguo castillo templario. En las frías mañanas del invierno o en las tardes floridas del abril, la antigua fortaleza proyectaba su luz sobre las nobles aguas del Tajo, formando una imagen ondulada y caprichosa, como si el río juguetón bailara con las melancólicas piedras oscuras.

Con la llegada de la primavera, año tras año, el más anónimo y sabio de los filósofos anclaba su barca a los pies de la fortaleza. Solía llevar una túnica ennegrecida por el uso como única vestimenta amen de unas sandalias gastadas y un pequeño bonete que tapaba parte de su cabeza. Tan ilustre y peculiar personaje suscitaba no pocas habladurías. Era por entonces común en la ciudad imperial que las madres cantaran a sus hijos historias, a cual más fantasiosa, sobre el famoso hombre a quien sus raras costumbres bautizaron como templario.

Al abrigo de las rocas ruinosas del castillo y alimentada por las aguas del insigne rio, crecía durante todo el año una extraña flor muy apreciada desde la antigüedad por filósofos y alquimista. De ella se contaba que tenía la capacidad de despertar con su aroma las mentes agasajadas por tantas horas de estudio. Y así se encontraba el sabio en su labor de recolección, cuando escuchó el repiqueteo de un carruaje acercándose hacia el lugar donde solían crecer estas flores delicadas. Pensó, al principio, que se trataba de un sonido lejano proyectado por el viento matinal hasta su oídos, pero aquel sonido se fue haciendo cada vez más perceptible. Suele ser habitual que las almas más sabias sean a la vez las más humildes y solitarias y por esta razón decidió esconderse tras una roca, temeroso de ser descubierto.
No tardó el esperado carruaje real en detenerse al pie del filósofo y, como una maravilla llegada de un lejano paraíso, descendió una joven de rara belleza. Su cabello rubio como vellocino de oro, sus labios escarlata, su mirada luciente como la aureola de un ángel cautivaron al anciano. No era capaz de apartar la mirada de tan jovial aparición, aquí, allá, ora jugaba con sus lebreles, ora arrojaba margaritas al río, ora tarareaba una dulce melodía acompañada del suave canto de un arpa. Tan feliz fue el anciano durante la presencia de la muchacha que el tiempo transcurrió en un leve suspiro.

Las almas fuertes no entienden de edad y aún cuando el cuerpo pueda estar débil y arrugado, el espíritu tiene la habilidad de empuñar la espada de la furia, el escudo de la arrogancia o la nobleza del amor, para formar así una fortaleza única e inexpugnable. Sin embargo, cuanto dolía el recuerdo en la tarde primaveral entre los rayos dorados del crepúsculo, entre las notas lejanas del horizonte vespertino.
Cierto día del abril caminaba el sabio por el mercado de la ciudad, prestando sus oídos a las vagas habladurías de los mercaderes, cuando alcanzó a escuchar una animada conversación que mantenían unos jóvenes cortesanos.

- La princesa celebrará un baile mañana –decía uno de los cortesanos-; y pregonan los heraldos que en él elegirá a su pretendiente entre las altas familias de todos los reinos.
- Así es, y se dice aún más. He oido que la princesa bailará con aquellos capaces de encontrar una rosa roja. –Respondió otro cortesano.
-¡Jamás!, nadie será capaz de encontrar rosas rojas en toda la comarca después de los devastadores inviernos de los que hemos sido todos testigos.

Así comentaban los jóvenes del lugar, con su gracia habitual, despreocupados por lo que ellos veían como un imposible.
Tales palabras dejaron al anciano en un profundo estado de melancolía:
-¡Ay!, que insignificante es el hombre ante el amor. Yo, el más sabio filósofo desde los tiempo del mismísimo Rey Salomón, más sabio aún que los magos del Egipto, más aún que los sacerdotes de la Mesopotamia, más aún que los filósofos de la Grecia, y heme aquí llorando por la merced de una fuerza indómita, de una savia nueva que se ha apoderado de mi corazón. El amor esperanzado es más precioso que el brillo de la esmeralda y más maravilloso que un diamante negro. Amando en el silencio vivo, muriendo con cada suspiro, con cada lágrima derramada y cada palabra navegante en el aire de poniente. Tan sólo necesito una rosa roja para mañana y ella bailará conmigo. Pero no, nadie bailará con un viejo decrépito, nadie, nadie…-

Así meditaba tristemente el anciano templario sin darse cuenta de que en lo alto de una encina se encontraba un alegre ruiseñor que escuchó todo cuanto dijo y sin poder ocultar su turbación interrumpió al sabio:
-Debéis ser sin duda el verdadero enamorado. Tan altas y sinceras son vuestras palabras que por ayudaros cantaría canciones de amor a aquella luna por la que suspiráis. Os contaré un secreto que tan sólo sabemos los ruiseñores. Detrás de aquellas colinas en lo más profundo del bosque de encinas, existe una fuente singular cuyas aguas poseen la virtud de devolver la juventud a quien se baña en ellas. Pero debéis saber, mi anciano enamorado, que esta fuente fue construida por los sabios profetas árabes y que por conjuro está oculta a los ojos de los caminantes-
-¡Oh!; hermoso ruiseñor, soy un anciano ducho en las artes mágicas, conozco todos los conjuros ocultos de la naturaleza, sabré hallar la fuente y con ella el elixir de la juventud-

Y esa misma noche partió hacia el corazón del bosque de encinas. Al amanecer, llegó hasta el lugar que le describió el ruiseñor y gritando las palabras ocultas apareció ante él una fuente extraordinaria, adornada con grandes esculturas de mármol que representaban paisajes perdidos de los valles de Arabia. El anciano se bañó en aquellas aguas de textura cristalina y poco a poco su piel arrugada fue dando paso a la piel brillante de la juventud. Existía en la fuente un libro que tan sólo rezaba una única inscripción: “El precio de la eternidad es el corazón de los hombres”, y que el anciano convertido en joven olvidó de leer en el paroxismo de su nueva apariencia. Tamaño era su contento que pasó sobre el bosque como una sombra y como una sombra cruzó las colinas hasta llegar a orillas del Tajo donde volvía a encontrarse el ruiseñor. Al ver su rostro reflejado en las aguas del río esbozó una leve sonrisa, y digo leve porque al cabo un pensamiento negativo nubló su estado de optimismo:

-Cuán desdichado soy. He encontrado la eterna juventud, pero no basta aún. Necesito encontrar una rosa roja.

Y mientras meditaba en estos términos, llegó al parterre donde se levantaba un majestuoso rosal, al verlo, exaltado corrió hacia él.
-Rosal de mi corazón-le dijo- dadme una rosa roja y tan agradecido estaré que os colmaré de cuidados y amores.
-Mis rosas son amarillas-respondió el rosal- amarillas como el rayo solar del crepúsculo, tan amarillas como los campo de trigo, tanto como el centelleo de los bellos arcángeles. Pero ve en busca de mi hermano que crece alrededor de la plaza quizá el pueda hacerte feliz.
Y así llegó hasta la plaza donde crecía el otro rosal:
-¡Oh! Rosal de mi corazón, dadme una rosa roja y tan agradecido estaré que os colmaré de cuidados y amores.
-¡Ah! Mis rosas son blancas, tan blancas como la nieve, tan blancas como la inocencia, tan blancas como el halo de la azucena.
- Hermoso rosal, por una rosa roja daría mi alma. Dime que navege por la laguna Estigia entre los horrores de los moribundos y a fe mía que lo haré.
- Tu sangre es sangre enamorada, roja como la pasión que hace latir tu corazón. –replicó el rosal-; Tan sólo deberás regar mis tallos con tu sangre y así fabricaré la rosa roja más sutil en las formas y noble en los olores que jamás háyase visto.
Ni siquiera las rosas que cultivaron los ilustres abencerrajes en los desiertos del Africa serán capaces de igualarla.Tan perfecta será tu flor que parecerá llegada del mismísimo corazón de la núbil Alhambra.

Extasiado por la fuerza de las palabras del rosal, rajó su piel y al instante un fino reguero de sangre se deslizó sobre la mano que tocaba la planta.
Durante la noche al abrigo de los rayos lunares, entre los susurros misteriosos del río se fue realizando la rosa de la pasión. Al principio, su cuerpo era frío como el fluir de la aurora en los polos, inerte como el mármol, pero a medida que transcurría la noche, su núcleo tomó el calor de la sangre del enamorado dando lugar a un rubor especial que se extendió por todos los pétalos suaves. Cuando amaneció, tomó la rosa ya formada entre sus manos para guardarla de la luz del día y al llegar la noche la cubrió con un velo de seda negra para ocultarla a los ojos de las gentes que cruzaban en su camino al castillo donde tenía lugar el baile. Allí encontró a los pretendientes, que haciendo honor a su ímpetu brioso y guerrero, mostraban su disgusto ante el rey por lo que consideraban un insulto por parte de la princesa:

-Noble rey-decía un caballero de negros cabellos-; bien sabéis que las rosas rojas se extinguieron en la tierra tras el paso del invierno. Ningún caballero podrá conquistar el corazón de vuestra hija.
- Rey mío. Habéis hecho reunir a la flor y nata de la caballería del reino y vuestra hija nos ultraja con extrañas peticiones- Replicó otro caballero de largos cabellos rubios.
- No os exaltéis mis amados invitados. Bien sabrá mi hija, la princesa, elegir a aquel que se pondrá al frente en sabiduría para dirigir los designios del reino.

En tal estado se encontraban en la sala, que nadie reparó en el anciano tornado en joven que había llegado con un extraño velo entre las manos, cómplice misterioso de un tesoro escondido. La noche transcurrió entre las risas y bailes de los invitados, sin embargo, todo resultaba artificial; risas que sonaban demasiado alto, bailes que se prolongaban hasta después del sonido de las cítaras. En un momento inesperado de la noche sonaron las tromperas en el fragor de la sala entregada al dios Baco. Sonaron agudas, anunciantes de la llegada de la princesa a su trono dorado. Y allí uno tras otro todos los jóvenes fueron depositando a sus pies los más raros tesoros: diamantes del tamaño de un puño, jarrones de ámbar, figuras de mármol ornadas de rubíes, corazones tejidos en seda de Damasco, cetros de jaspe, collares de perlas que en tiempos remotos formaron parte del tesoro de Salomón, perfumes con olores a amízcle y jazmín. Y un sin fin de regalos cada cual más original y raro que el anterior. Pero la princesa seguía triste, de qué servían todas esas joyas si ningún pretendiente era capaz de llegar a su corazón por el único camino que ella puso a disposición de los caballeros, el camino de una rosa. Después de una paciente espera, por fin llegó el turno del joven extraño que durante toda la velada no se había movido de un rincón de la sala desde donde dirigía palabras de amor a un trapo negro, suscitando entre los invitados toda clase de habladurías.

-Princesa-dijo el muchacho-; no soy quien para competir en galantería con el menor de los pretendientes que han pasado hoy ante vos, sin embargo tales son su altanería y egoísmo que no han prestado oídos al auténtico anhelo de vuestra pasión, una rosa roja.

Y mientras decía estas palabras dejó al descubierto el objeto de sus delirios, provocando en la sala un murmullo sordo y en la princesa una sonrisa por la que el más poderoso de los hombres hubiera conquistado un imperio.

-¡Silencio!, ¡silencio! –ordenó el rey-; ¿Quién eres joven extranjero? Por vuestra indumentaria no parecéis un cortesano, sin embargo poseéis el gentil garbo de los linajes nobles.
-Mi rey, no soy más que un hombre enamorado.-Replicó el muchacho reflejando en su voz el convencimiento de la verdad.
-Es sin duda el amor –respondió el rey-; la fuerza que os hace ser osado y pretender aquello por lo que los más ilustres guerreros del reino darían gozosamente su vida.
-Rey mío. No aspiro a riquezas ni poderes. Tan sólo amo a vuestra hija con la fuerza del sol y la pureza de la luna.
Tras un breve instante de reflexión, el rey se levantó de su trono y se dirigió a todos sus invitados:
-Siempre he sido complaciente con los deseos de la princesa, y si ella ha accedido a conceder su amor a aquel que encontrase la rosa roja no tengo nada que oponer, sea pues vuestra esposa.

Aquella misma noche el joven tomó por esposa a la princesa, y fue todo felicidad en los corazones de los enamorados. Bien podría la historia del anciano filósofo terminarse aquí, de no haber sido porque en el transcurso de los días sucesivos a la boda el joven sintió como una fuerza oscura se apoderaba lentamente de su alma, una fuerza de energía fétida y negra como las cloacas en las que padeció Segismundo.

-Amada mía- hizo saber el joven-; siento en mi corazón como se escapa entre suspiros las fuerza del amor que fluye entre los átomos del aire para desaparecer a lo lejos en la niebla, allí donde se haya la fuente de la eterna juventud.

La princesa comprendió, en seguida, el origen de semejante mal.

-Mi querido esposo, habéis bañado vuestros miembros en las aguas de la fuente oculta desde hace siglos por las encinas del bosque. Sabed que ya nunca seréis mío. Habéis entregado vuestro corazón a la fuente como pago por la juventud eterna. Bien sé de lo que me habláis porque yo misma dispongo de esta falsa apariencia que en una noche de verano hace ya casi un siglo la fuente me otorgó. Sin embargo, cuentan los sabios de la corte que el día que una rosa sencilla y pura moje sus pétalos en las aguas mágicas, los corazones serán devueltos a sus verdaderos poseedores que jamás debieron entregarlos a cambio del ensueño de la lozanía.


Recorrieron los dos amantes el camino que días atrás recorriera el anciano pensativo, y al llegar ante la fuente posaron la rosa allí donde las aguas eran más turbulentas. Los pétalos navegaban como barquitas aladas dejando a su paso un halo perfumado que apagaba poco a poco el fulgor de la fuente, la esencia de su poder. Y derrotada la fuente los enamorados recuperaron su madurez auténtica.

-Dime amado mío-Quiso saber la princesa-; ¿sigo siendo hermosa?
-Ahora que mi corazón es tuyo, puedo susurrar a las estrellas en la noche que eres la más hermosa de entre todas las damas.

Y vestidos tan sólo con la sonrisa de su complacencia, los dos ancianos se internaron en el bosque donde, según señalan los antiguos del lugar, viven desde hace más de cinco siglos consagrados al cuidado de sus corazones mutuos, unos corazones colmados con la juventud que concede el amor verdadero.

7 comentarios:

Ruth Vázquez dijo...

Simplemente PRECIOSO

Ruth Vázquez dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Noe Domènech* dijo...

Buen regalo de Sant Jordi, José.
Siempre me han gustado tus escritos, pero este es realmente romántico y lindo. El amor no tiene edad y la edad esta en la cabeza como dicen, sin perjuicios, ni barreras, sólo sentimiento. Que fácil y difícil es a la vez, verdad?
Ya hablamos sobre ello, te acuerdas?
Tendremos que volver sobre ello, algun día, bien pronto quizás. Un beso Jose

José Luis Díaz dijo...

Me alegro de que os haya gustado. Si Noe, estoy de acuerdo contigo, el amor no es apariencia, es esencia.
Mucha suerte!

José Luis Díaz dijo...

por cierto Noe, si que me acuerdo que un día lo hablamos. Cuidate!

Ingrid Aravena.- dijo...

oooo, esto lo escribiste tú? si es así un gran cuento, muy a la usansa de los escritores antiguos...tiene un aire al cuento el ruiseñor y la rosa de Oscar Wilde, saludos cordiales!

te felicito! me encantó!

José Luis Díaz dijo...

Gracias Ingrid! Me fijo mucho en los relatos de Oscar Wilde, también en Béquer, y en las leyendas celtas Te invito a que leas el último que escribí "un adios eterno"

saludos